Los grandes caciques de las pampas. Ediciones del Candil 1967
Autor: Luis Franco poeta, escritor, ensayista argentino (1898- 1988)
Pág 19. El caballo del desierto
Al alzarse sobre el caballo el indio pampa cumplió una hazaña no vista en ninguno de los pueblos aborígenes de ambas Américas: librarse de la servidumbre, por tres siglos, al menos. No fue por cierto un galardón fácil ni mucho menos gratuito. No fue, en efecto, sin un desaforado juego de pujanza y de lanza cómo el mero recolector de frutos o flechador de peces pudo trocarse en cuatrero millonario, o si preferís, en cazador magno de vacas, mujeres y niños cristianos. Para ello debió comenzar por jubilar la flecha y la macana y dar a la lanza y a las boleadoras un alcance desmesurado, hazaña que supone otra no menos inédita: hacer del caballo un proyectil de guerra.
El gaucho, uno de los más irreprochables jinetes del mundo, no tuvo necesidad de ahorrar caballos y menos de educarlos a fondo. La Pampa verde no era solo el hipódromo sin vallas, sino también el paraíso terrenal del caballo por la abundancia de pastos y de agua, por la benignidad del clima y por la escasez de fieras.
En la pampa india, tan indigente de agua como sobrada de médanos, la cosa era distinta. El caballo no era materia prima para el abuso manirroto. Al contrario, había que cuidarlo, y cuidarlo como a la niña del ojo. Y como vio la ocasión y ventaja de hacer de él el motor de su guerra y su vida, advirtió la forzosidad de someterlo a una educación extremosa de inteligencia y exigencia. El indio se mostró a la altura de su cometido: hizo del caballo lo que no hizo ni volverá a hacer ningún hipólogo del mundo: un proyectil.
El pampa advirtió desde el comienzo que en la disputa con el cristiano por la posesión de las vacas y otras hierbas, la alianza con el desierto era el argumento decisivo. Ahora bien: para derrotar el desfondado e inhospitalario desierto- antes de derrotar al Huinca- era imprescindible proveerse de un caballo capaz no solo de salvar con éxito un medio centenar o un centenar de leguas tan tacañas de agua como de pastos, sino de llegar en condiciones de luchar con éxito y regresar sin demora.
¿Que la exigencia era desaforada y quizás aberrante? Desde luego. Por eso es que el indio debió someter al caballo a un tipo de gimnasia y de educación que duplicase y aún triplicase su poder. Digamos que debió inventarlo de nuevo. He aquí el catecismo de esa hipología analfabeta. 1º) El indio no doma al caballo; lo amansa. Es decir, lo trajina, lo acaricia, lo manosea desde chico; lo habla, lo enrienda, lo ensilla y desensilla sin montarlo. Cuando lo monta, el caballo lo recibe casi como algo esperado no como un trueno en el oído, según ocurre con el caballo gaucho. 2º) El indio galopa al caballo todos los días y en número creciente de horas 3º) No lo hace galopar o trotar sobre lo liso y firme, sino con preferencia sobre los médanos, barriales o vizcacheras, o serpenteando entre caldenes y algarrobos, o repechando y bajando lomas pedregosas. 4º) lo galopa con las patas trabadas, de modo que el caballo aprenda a correar a saltas, a lo guanaco o venado. 5º) Ni el médano, ni el fango, ni la vizcachera lo toman sin aviso ni respuesta. Al revés del caballo gaucho, el del indio no rueda jamás. 6) Con esa gimnasia sin concesión, ni tregua, el caballo indio termina por desconocer la fatiga; puede cubrir distancias que reventarían a tres caballos comunes. 7º) Como se acostumbra por grados a pasarse días enteros sin probar pasto ni agua, no hay ermitaño ni guanaco más aguerrido para el hambre y la sed que el caballo del auca pampeano; también como el guanaco, puede beber agua salada. 8º) Caballo hecho a pasarse horas y días atado a un poste, se queda inmóvil como una estaca allí donde le bajan las riendas; el indio puede alzarse sobre él para examinar el horizonte, usándolo de mangrullo o puede dormitar sobre su lomo como sobre una balsa llevada por las aguas. 9º) Ladeándose sobre un costado para equilibrar la carga, ese caballo puede galopar llevando al indio pegado al otro costado, sosteniendo de su cuello con un brazo y de su cadera con el pie. 10º) Finalmente entre amo y caballo hay una hermandad no lograda por ningún otro jinete. Le hace tragar puñados de sal. Le saja los ollares para que trague más aire y leguas. Le enseña a no admitir otro jinete que su dueño, a galopar suelto a su costado, a entender su idioma mapuche de voces, silbidos y ademanes.
Caballo innumerable, pues, ya que hace de caballo, de mula, de ñandú, de cama, de mangrullo y puede galopar un día y una noche sin comer ni beber, ni rodar. Examen que no aprobaron tártaros, cosacos ni mamelucos.
Se explica, pues que los gauchos, creyeran a pie juntillas que el indio había embrujado a su caballo, pues que enfrentarlo al reyuno de los españoles a al patrio de los criollos era como enfrentar el cóndor al chimango. Y es la explicación central de los éxitos napoleónicos del indio contra la civilización a lo largo de dos siglos.
Todo esto sin olvidar que la economía de la pampa se asentaba decisivamente sobre el caballo: éste le dio su potaje de carne, su brebaje de sangre, su bota de potro, su poncho sobado, su toldo de cuero. Formidable peatón había sido siempre el auca; a caballo pudo ir a dónde iba el viento, de un océano a otro.
No se extrañe, pues, que en la pampa india se vieran pruebas hípicas sin precedentes posibles, como aquella que se dio frente a la sierra de Tinta, contada por el mayor Cronell. El cacique Califao, sorprendido en su toldería por el asalto traidor de los huincas amigos, consigue escapar y partir sobre su zaino pangaré llevando en ancas a su hijo de 18 años, cada cual con su lanza. Se le echan a la zaga algunos de los gauchos más profundos de las pampas del sur… (Pancho, el Ñato, nada menos, entre otros) le bolean el caballo, lo persiguen tres leguas a través de un inacabable lomaje y terminan aplastando a sus fletes: el de Califao sigue como si recién se echara detrás de un ñandú…¿La figura de tamaño caballo? Orejas en pie, ojos como independientes uno del otro, corvejones de guanaco, el cuerpo todo una panoplia de músculos y vasos ingustables de cavador de leguas. Con pencos de esa laya no es mucho que pudiera hacerse un paseíto de cien leguas.
El indio era un viajero casi desnudo de equipaje, cuando no de ropas y montura. Esta liviandad aguijaba la del caballo. Al troncarse en caballero, el araucano desecho maza, escudo y flecha pero no solo acreció hasta los dieciocho pies la estatura de su lanza, y en algunas varas el alcance de sus boleadoras, sino que multiplicó por mil su radio de acción. Ya vimos que el caballo le permitió saltar de la pobre economía recolectora y cazadora a la industria millonaria que era el cuatrerismo en las llanuras del otro lado de los Andes. Se explica pues, que el pampa se sintiera en su caballo, como un rey en su trono “Declara –dijo de él Head- que la actitud más soberbia de la figura humana es cuando agachada sobre el caballo atropella al enemigo”. En todo caso, el espectáculo del malón es de la mejor realea épica, la grandiosidad y el horror lo asisten por partes iguales.
Tiene sesenta u ochenta leguas de profundidad, y arriba como si recién partiera. El auca sabe que su galope no es tan veloz como la bala del Huinca, pero le gana en alcance mil veces. Lo denuncian desde lejos el alerta de los chajás y la polvareda semejante a humo de incendio. Trae de vanguardia el espanto galopante de ñandúes y gamas, liebres y pumas, caballos y perros cimarrones. Y llega con su alarido tartajoso, es decir, palmeando sobre las bocas (el ruido más macabro escuchado en la Pampa) y con ese olor a indio que espanta, como el cascabel de la víbora, a los caballos cristianos. Su lanza que usa gorgorera de plumas, y a la que imprime un temblor vibratorio que suele hacer saltar los sables y los corazones del adversario, infunde un recelo de peste, pero apenas se quedan atrás sus boleadoras, que son lazo, clava y grillete a un tiempo.
En cualquier caso, el malón equivale casi siempre a la seca, la langosta y el incendio juntos. Cuando se retira deja a la zaga la quemazón y la sangre como el sol deja el bermellón del ocaso.
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